Tras mi particular ‘serpiente de verano’ de este año, en que me dediqué a recordar, por cierto con gran cariño, mis conocimientos sobre los procesos cerámicos, basados en papeles personales que encontré revolviendo en unas cajas, referentes a mi paso por Fabrica de Loza de San Claudio, me apetece acabarlo (ya que en mis episodios de agosto solo hablé de la fabricación, y sus técnicas), con un capítulo más, esta vez sobre ‘las tripas’ de una industria cerámica, es decir sobre las funciones del Servicio Cerámico (o Laboratorio) de la empresa.
En San Claudio teníamos (éramos muy clásicos…) ceramista inglés, Don Gilberto Pitcairn, una bellísima persona que vivió (en realidad, se afincó) en Oviedo durante más de 25 años y que, como buen inglés, nunca aprendió a hablar bien en español (y bromeábamos mucho con él cuando, en los viajes que hacíamos a Stoke-on-Trent, centro de las 'Potteries' inglesas, descubrimos que los ingleses tampoco lo entendían del todo bien…).
El pobre Don Gilberto se jubiló a los 70 años (por cuestión de tener mejor pensión) y, en el viaje, que siempre soñó, a Andalucía, nada más jubilarse… murió de un ataque al corazón. Pero en fin, esa es otra historia, valga su mención como cariñoso recuerdo a ese buen hombre, que fue la base para crear, en San Claudio, un Servicio Cerámico que tenía unas misiones muy importantes a la hora de ‘normalizar’ la producción industrial, que en su tiempo fue de 1 millón de piezas al mes (‘platos y tazones en blanco’)… aunque el transvase a productos de mayor valor añadido (potenciación de decorados, jarrones, tibores, maceteros, complementos…) hizo que se redujese ampliamente. De ahí 'mi' proyecto estrella del cambio de hornos de fabricación.
Y es que en el Laboratorio, aparte de realizar el control ‘cualitativo’ de las materias primas, colores, fritas recibidas, u ofertadas… se parametrizaba (desde el punto de vista de la técnica (o Arte) de la Cerámica) todo el proceso productivo.
Empecemos con Taller de Preparación de la pasta: El Laboratorio era el encargado de controlar la granulometría del ‘flint’ (por rechazo en tamiz de 37 micras), para prescribir las horas necesarias de molienda, y el momento de poder volcarlos a diluidores. Asimismo, controlaba el estado de los molinos de bolas, su revestimiento, la carga de bolas y agua, etc.
Debía conocer y controlar la distribución granulométrica de la pasta, y la densidad y tixotropía de los lotes de barbotina de colaje, fijando la cantidad, a añadir, de defloculantes.
En el bizcochado, controlaba (en dilatómetro) el coeficiente de dilatación del bizcocho, y las contracciones de crudo a cocido. Igualmente, debía realizar frecuentes muestreos sobre capacidad de absorción de agua de piezas cocidas, según zonas y pisos de las vagonetas, así como fijar los criterios para la cocción de piezas específicas, o defectuosas tras un mal tratamiento térmico.
En cuanto a los hornos, propiamente dichos, se encargaba del registro de la eficacia de su cocciones a través de conos pirométricos, y de evaluar la combustión en las diversas ‘rampas’ del ciclo, y aquellos otros parámetros (presiones, tiro…) que permitiesen cocciones eficaces, prescribiendo las modificaciones oportunas.
Respecto al barnizado, debía controlar, en primer lugar, la fusibilidad (por botón de caída respecto a una frita considerada estandar) de los lotes de fritas recibidos. Igualmente, como en el caso de la pasta, controlaba todo el proceso de molienda previa de las fritas y los colores, y debía ajustar el baño preparado, por su rechazo en tamiz de 37 micras. También, conocer y controlar, periódicamente, el coeficiente de dilatación lineal de los esmaltes, que debía optimizar para un óptimo acuerdo bizcocho-esmalte, que evitase la aparición del defecto del ‘cuarteo’. Por ello, se realizaban frecuentes desmuestres para determinar, en pruebas extremas de autoclave, la resistencia al cuarteo, ordenando corregir los parámetros correspondientes si el ‘índice de cuarteo’ incumpliese el valor límite establecido.
Y, por supuesto, también debía analizar, diariamente, la información del Dptº de Control de Calidad ('Escogido') de Bizcocho, Barniz, y Mufla, para, con los jefes de las áreas productivas, poner en marcha acciones conducentes a mejorar los índices de calidad, y de rechazos, obtenidos. Igualmente, Laboratorio era el responsable de preparar y proveer aquellos preparados auxiliares (pasta especial para reparación o pegue, laca para simular la marca de perneta, empaste de colores, pringol, etc) que precisen los talleres de producción.
Y esta era, a grandes rasgos, nuestra ‘sala de máquinas’, el ‘Servicio Cerámico’ que recogía el conocimiento del ‘oficio’ del ceramista tradicional… y lo aplicaba a la fabricación industrial.
Pero no quiero terminar (he titulado esta entrada como ‘epílogo’) sin mencionar mis inquietudes de ‘aportación al beneficio’ sobre conceptos que entonces, cuando aún no existían los ordenadores personales, las hojas de calculo, etc… para tener una información ágil (en Administración no se usaba la 'contabilidad analítica'...), eran 'teóricos', y me frustraba que fuesen de difícil utilización cotidiana como argumentos 'palmarios' de convicción.
Me refiero, en primer lugar, a la gran paradoja de que, en cerámica de mesa, se podía pasar de obtener pingües beneficios, a alcanzar sensibles pérdidas, según el ‘mix’ productivo. O sea, según el ‘mix’ de productos que se vendiese.
Y es que, en primer lugar, nuestra política comercial era muy anticuada, estábamos, en gran parte, en manos de mayoristas, y algunos revendían a ‘decoradores’ y, en segundo lugar, porque, como detalle importante, resulta que los precios los determinaba el mercado ‘por el diseño’, no por el coste… y estaba claro que una cosa era el ‘valor añadido’ y otro el ‘coste añadido’. Creo que ya hablé antes que si un plato liso, ‘en blanco’ se vendía a 10, si tenía ondas (y eso solo se debía al molde) a lo mejor se podía vender 15. Y si tuviese un ‘filete dorado’, o una banda de color, a lo mejor el mercado lo pagaba a 30. (Y, en extremo, si le ponías unas iniciales personalizadas, con una simple calcomanía… a lo mejor se pagaba a 100).
Pero es que además yo tenía la teoría de que más ganábamos cuantas más vajillas (y menos juegos de café) vendiésemos.
Y esto es así porque, curiosa (y tradicionalmente), a un juego de café (de 12 servicios) el mercado ‘le asignaba’ un precio del orden del 30% del de su vajilla (de 12 servicios). Pero resulta que ese juego de café tenía unas 29 piezas (12 platos, 12 tazas, cafetera y tapa, jarrita y azucarero y su tapa) y una vajilla de 12 servicios unas 58, (48 platos, 3 fuentes, 2 rabaneras, sopera, y su tapa, ensaladera y salsera y su plato)… por lo que si las 58 piezas de una vajilla se vendían a ‘100’… por las 58 piezas de dos juegos de café solo se obtenía ‘60’. Y mi tesis era que, además, muy probablemente el coste medio de una pieza de la vajilla (el 84% eran platos, que la mayoría se fabricaban y procesaban ‘como churros’) era inferior al coste medio de una pieza de un juego de café, donde había ‘platos y tazas’, y las tazas ‘no eran platos’ porque, además de fabricarse en máquinas más lentas, había que fabricar aparte, a colaje, y luego pegar, sus ‘asas’… y las cafeteras, jarritas… eran piezas que había que fabricar, también, a ‘colaje’… proceso bastante más caro que el de fabricar una ensaladera ‘de revolución’ o incluso una fuente.
Además, teníamos que tratar de acortar nuestros tradicionales canales de comercialización, porque estábamos muy en manos de clientes-mayoristas donde, aparte de no poder influir en el 'mix', era un canal ‘de larga intermediación’ y teníamos que rebajar mucho
las tarifas de ‘precio en origen’ para alcanzar un precio final, de
mercado, ‘apetecible’.
Y, como apuntaba, perdíamos mucha
capacidad de vender ‘valor añadido’. Cuando mi hijo, con 4 o 5 años, conoció la fábrica, comentaba a sus amigos que su padre fabricaba ‘tazaz, platoz y orinalez’ porque cuando vino estábamos preparando un pedido de ¡10.000 orinales…! y quedó alucinado viendo las montañas de orinales, paletizados y apilados, que teníamos. Eran para un mayorista, que luego los decoraba y vendía.
Entonces, para mejorarlo, aparte de reforzar el canal de venta directa 'a grandes superficies', nos inventamos, y me tocó montar, la venta directa a cliente, a través de nuestros ‘Cash and Carry’. Costó mucho convencer a nuestros comerciales... pero, por ejemplo, en la tienda de Fábrica, vendimos en los 2-3 primeros meses (a precios bastante más altos) lo que nuestro mayorista de Oviedo y León (que prácticamente perdimos) nos compraba al año… a su ‘minima tarifa’, como intermediario.
Pero esto son otras historias, así que aquí lo dejo.
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