Me gustan los animales de compañía. Bueno, me refiero a los perros y a los gatos, que eso de tener como mascota bichos como una iguana, una tortuga, no digo una serpiente… e incluso el pulpo, pues como que no. A mí la afición perruna me la impregnó mi padre, que de joven tuvo un fiel perro llamado Kazan. Y, ya de padre de familia (y por seguir la vieja saga de James O. Curwood) tuvo/tuvimos a Bari, un fox terrier de pelo liso al
que yo subí en mis brazos de la calle (en San Sebastián) para morir en casa. Desde entonces no quise tener más perros.
Pero digo mal, porque, de mi familia política, conocí a Tora, un pastor (pastora) alemán a la que debo el que Isabel haga siempre unas espléndidas croquetas… porque tiene una ‘mano’ especial para hacer bechamel, con la que alimentaba a las camadas de Tora. Y conviví con Spotty, el beagle de mi hermana, con Hock, el terrier escocés (¿o quizás era un schnauzer?) de mi prima Inés, con Rigel, el samoyedo de mis amigos Ángel y Maricruz y, últimamente con Cuca, con Abba, con Bombón y con Kobi, de amigos de nuestro ‘local social’ de Oviedo, la cafetería de debajo de casa.
Pero desde hace unos 20 años, pasamos, en casa, al mundo de los gatos. A la 'gatosfera'. Ya lo comenté en alguna ocasión, primero apareció en nuestras vidas Magdaleno (Maggi), que murió (envenenado, le dejábamos hacer correrías por la calle) muy pronto, y luego tuvimos a Sustituto de Magdaleno (Chusti) un siamés que, ya, capado, mantuvimos en casa. Y, años después, mi hija Cristina tuvo a Gary, otro ‘europeo’ a quien también me tocó criar bastante de cerca, cuando hacía de ‘nanny’ de mis nietos… y que todavía vive, vemos muy esporádicamente, y nos recuerda.
Perros y gatos son seres muy distintos: el perro es abierto, expresivo… y activo compañero de juegos, que te reconoce como su hermano mayor, o su jefe de manada, o su amo. Te ve de lejos y corre hacia ti, con el rabo enhiesto, y te rodea, saltando, en demostración de su confianza y de su alegría por verte y por poder compartir algo contigo.
Los gatos son otra cosa. Quienes tuvimos gato podemos afirmar, sin ningún género de duda, que te reconocen como afín, que te demuestran sus sentimientos y su cariño, pero que ‘les cuesta hacerlo’... o lo saben administrar muy hábilmente. Siempre se dijo que ‘se tiene’ un perro… pero que ‘solo puedes ser adaptado’ por un gato. O sea, que él es el que manda. Y si quiere jugar contigo te invitará con algún gesto, o un refrote, si quiere algo te mirará fijamente, y te miagará, induciéndote a hacerle caso, y si no le apeteces nada te ignorará olímpicamente, o incluso se ocultará de tu vista hasta que necesite algo de ti.
Pero son realmente relajantes y convivir con ellos (como digo, no se si como amo...o como siervo) es una experiencia inolvidable, por el abanico de sensaciones que te ofrecen. Que van, por ejemplo, desde tenerle ronroneando de satisfacción, en tu regazo, hasta negarte el saludo, apartando dignamente su rostro, si has hecho algo que no le gustó, o emboscarse tras un mueble, o en el pasillo, para vengarse de algo echándote una zancadilla, o llevarte (invitado) a comer a su platillo, o presentarte sus trofeos de caza, etc, etc.
En una palabra… un mundo (en mi opinión) mucho más apasionante, por variado, que el de los perros. Y, sin duda, mucho menos sacrificado, los gatos son autónomos y, mientras tengan algo de agua y comida, y un arenero para sus pises… puedes hacer tu vida y solo ‘encontrarte’ con ellos… si les apetece.
Bien, pues hasta aquí llega ésta a modo de introducción porque, ahora, es hora de contestar a la pregunta que, seguro, está flotando en el ambiente. Que es…
Bueno pero… ¿Y a qué cuento de qué viene hablar de todo esto?
Pues viene de que hoy me he despertado con una idea muy clara: la de que nuestros nietos (en su estado de adolescentes) son como nuestros gatitos. Vamos, que no tenemos nietos, sino que nuestros nietos nos adoptan, y nosotros les conocemos, y disfrutamos de ellos… según les apetezca. Pero lo de ‘adolescentes’ está muy claro porque, de cachorrillos, somos nosotros quienes dominamos ‘los tempos’ de la relación… y son ‘nuestros’.
O sea, y esta es mi teoría, que durante nuestra vida, convivir con un nieto (o nieta) es como, primero, tener un perro… y luego tener un gato. Porque, a partir de cierta edad (la adolescencia) se vuelven absolutamente independientes, incluso crípticos, y a los abuelos nos tienen ‘de mandanguillos’, como adoptados.
Nuestra nieta Sofía (única nieta, los demás son chicos) siempre pasa los veranos con nosotros, en Llanes. Ahora tiene 18 años y claro, está en lo mejor de su vida. Y vive a su aire, disfrutando de su animada pandilla… y a sus horarios. O sea, que la vemos a la hora de comer, y gracias. Y (adolescente pura) si está en casa suele estar ensimismada con su smartphone, dándole al 'guasap’ con sus amistades, u oyendo música.
Eso si, nos quiere muchísimo, y lo expresa… pero a su aire. O sea, no nos cuenta nada de sus aficiones, ni de sus planes, ni de lo que hacen en las fiestas de verano hasta las tantas de la madrugada... y, por supuesto, como buenos abuelos nos preocupamos por ella, y tratamos de darle consejos… pero con gran frecuencia nos dice que somos unos carcas, o que no entendemos los gustos de los jóvenes o, sencillamente, que qué le vamos a contar que ya no sepa… Lo típico, vamos.
Así que lo dicho, es, ahora, nuestro lindo gatito, que llena nuestras vidas… pero que, en el fondo, ‘nos ha adoptado’ como humanos útiles. Y lo digo sin ninguna acritud, claro, porque aún nos encanta disfrutar de un gato en nuestras vidas. Su hermano mayor, que también fue ‘nuestro perrito’, y de ‘gato’ le dió por el deporte, ya es un felino independiente, trabaja y vive su vida, aunque aún nos tiene en su mente. Y los otros dos nietos (éstos, de mi hijo), hasta ahora cachorrillos, son gatos en ciernes, que aún no nos han ‘adoptado’ totalmente… pero que esperamos que lo acabarán haciendo.
Porque este es el destino de los abuelos: al fin y al cabo, ser felices teniendo algún ‘lindo gatito’ en casa.
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